El hundimiento del Wilhelm Gustloff
Los grandes
naufragios, con los pasajeros chillando por los pasillos, todos con sus
chalecos y sus caras de angustia, el ¡las mujeres y los niños primero!, las
miradas asustadas de miles de personas flotando en frágiles lanchas salvavidas
sobre las frías aguas…son temas que suenan a pasado, a capitanes valientes que
eran los últimos en dejar el barco, cuando no acababan “enterrados” con él, a
señores con sombreros de copa y bigotes retorcidos, caminando de la mano de
estiradas damas que lucían vestidos con corsé y grandes pamelas y de orquestas que seguían tocando impasibles
mientras, literalmente, el barco se hundía. ¿Quién no ha visto Titanic?
No es que se hayan
acabado los accidentes y las grandes tragedias, es que éstas ahora son más modernas. Las que chillan ya no llevan
pamelas sino uniformes de azafata, y no hay lanchas salvavidas para arrojarse
por la borda. Son, en definitiva, tragedias adaptadas a los nuevos tiempos. Más
rápidas, más movidas y, sobre todo, más de
usar y tirar. Ahora ya no se van a pique grandes barcos con suntuosos y
caros salones, con lámparas de araña y cuberterías de plata, los que se la
pegan son aviones hechos en serie, con sus asientos a 30 euros para la clase
turista y sus acabados en plástico malo.
Por eso, cuando estos
días encendemos el televisor o leemos los periódicos algo no termina de
cuadrar. ¡Se ha hundido un barco! ¿Cómo puede ser posible? ¿Con permiso de
quién se ha saltado ese crucero 100 años de historia? Y, debido a ello, nos
extrañamos de que el capitán no tuviese los férreos valores morales de Edward J.
Smith, quien durante el hundimiento del Titanic mostró, como buen marino, el
temple suficiente como para irse a pique con su barco.
El caso es que lo
extraño de tal acontecimiento hace que ver a semejante mastodonte hundido en la
pequeña isla de Giglio nos lleve a recordar ese hundimiento que permanece, muy
ayudado por la industria del cine, en la memoria colectiva de todos nosotros. Y
así, pensamos en el Titanic, con Kate Winslet subida en su tabla de salvación
mientras Di Caprio se moría de hipotermia.
Y, al activarse ese
pequeño resorte en la memoria, los medios de comunicación comienzan a recitar
una larga lista de naufragios y barcos hundidos. El Titanic, como gran
estrella, no puede faltar, pero también son célebres el Lusitania, torpedeado
por submarinos alemanes durante la Primera Guerra Mundial en aguas cercanas al
puerto irlandés de Kinsale, o el MV Doña Paz, hundido tras colisionar con un
petrolero a finales de los 80 en aguas filipinas. Este último siempre nos es
presentado como la mayor catástrofe naval de la historia, a veces matizada como
el mayor naufragio, por número de víctimas, no
militar.
Pero entonces cabe
preguntarse. ¿Cuál fue el mayor naufragio, sin etiquetas, de la historia? Algo
raro ha de ocurrir cuando tal hecho nunca es citado, ni tan siquiera tras el affaire de Schettino y su moldava, ¿no?
El problema no radica
en que dicho naufragio fuese consecuencia de una acción militar, porque también
el Lusitania fue víctima de un ataque con torpedos y en ambos casos hubo
víctimas militares y, sobre todo, civiles. El problema es que esta catástrofe
la causaron los buenos. Bueno, esos
buenos que primero eran buenos pero después se volvieron malos malísimos y
ahora vuelven a ser buenos, amigos de occidente y todas esas cosas.
Corría el otoño de
1944. La wehrmacht, debido al fracaso de los mesiánicos planes de su Führer, hastiada
tras su larga y agónica campaña en tierras rusas, cedía terreno a pasos
agigantados en dirección este. La fase europea de la Segunda Guerra Mundial
tocaba a su fin y el Ejército Rojo se aproximaba, por primera vez desde que empezasen
los combates, a territorio alemán.
En Prusia Oriental
cundió el pánico. No obstante, las autoridades alemanas, obstinadas en su
fanatismo, decidieron que el territorio patrio debería defenderse hasta el
último metro y, por tanto, los civiles tendrían que quedarse.
Así, la evacuación de
los mismos no se llevó a cabo hasta comienzos de 1945. En pleno invierno
báltico, sin la cobertura de una marina de guerra efectiva y bajo el acoso de
las fuerzas de la Unión Soviética, una serie de barcos de diseño civil fueron
utilizados por la Kriegsmarine, la armada alemana, como convoyes de rescate
para los desesperados prusianos.
Entre ellos estaban
el Wilhelm Gustloff, el protagonista de nuestra historia, el desdichado navío
que ostenta el dudoso récord del naufragio con más muertos, y el MS Goya, que
ocuparía la segunda plaza (la tercera también es para un navío hundido por los
aliados, en este caso el carguero japonés Zyunyo Maru, abatido por un torpedo lanzado
desde el británico HMS Tradewind, muriendo
más de 5.600 personas).
A las 12:30 de la
mañana del 30 de enero soltó amarras en el puerto de Gotenhafen, Prusia Oriental,
y precedido de un dragaminas, el Wilhem Gustloff. Llevaba en sus entrañas a 1.656
militares y 8.956 civiles. El día transcurrió en tensa calma, pero al caer la
noche un submarino ruso lanzó sus torpedos contra el indefenso buque.
A pesar de los
esfuerzos de los restos de la marina alemana que se encontraba en la zona por
rescatar supervivientes, más de 9000 personas perdieron la vida en las heladas
aguas del Báltico.
Otros muchos los
seguirían en los meses finales de la guerra. Y es que los buenos, aunque se empeñen en ocultarlo, fueron también
copartícipes de las barbaridades de la contienda.
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