lunes, 17 de diciembre de 2012

El hundimiento del Wilhelm Gustloff



Los grandes naufragios, con los pasajeros chillando por los pasillos, todos con sus chalecos y sus caras de angustia, el ¡las mujeres y los niños primero!, las miradas asustadas de miles de personas flotando en frágiles lanchas salvavidas sobre las frías aguas…son temas que suenan a pasado, a capitanes valientes que eran los últimos en dejar el barco, cuando no acababan “enterrados” con él, a señores con sombreros de copa y bigotes retorcidos, caminando de la mano de estiradas damas que lucían vestidos con corsé y grandes pamelas  y de orquestas que seguían tocando impasibles mientras, literalmente, el barco se hundía. ¿Quién no ha visto Titanic?

No es que se hayan acabado los accidentes y las grandes tragedias, es que éstas ahora son más modernas. Las que chillan ya no llevan pamelas sino uniformes de azafata, y no hay lanchas salvavidas para arrojarse por la borda. Son, en definitiva, tragedias adaptadas a los nuevos tiempos. Más rápidas, más movidas y, sobre todo, más de usar y tirar. Ahora ya no se van a pique grandes barcos con suntuosos y caros salones, con lámparas de araña y cuberterías de plata, los que se la pegan son aviones hechos en serie, con sus asientos a 30 euros para la clase turista y sus acabados en plástico malo.

Por eso, cuando estos días encendemos el televisor o leemos los periódicos algo no termina de cuadrar. ¡Se ha hundido un barco! ¿Cómo puede ser posible? ¿Con permiso de quién se ha saltado ese crucero 100 años de historia? Y, debido a ello, nos extrañamos de que el capitán no tuviese los férreos valores morales de Edward J. Smith, quien durante el hundimiento del Titanic mostró, como buen marino, el temple suficiente como para irse a pique con su barco.

El caso es que lo extraño de tal acontecimiento hace que ver a semejante mastodonte hundido en la pequeña isla de Giglio nos lleve a recordar ese hundimiento que permanece, muy ayudado por la industria del cine, en la memoria colectiva de todos nosotros. Y así, pensamos en el Titanic, con Kate Winslet subida en su tabla de salvación mientras Di Caprio se moría de hipotermia.

Y, al activarse ese pequeño resorte en la memoria, los medios de comunicación comienzan a recitar una larga lista de naufragios y barcos hundidos. El Titanic, como gran estrella, no puede faltar, pero también son célebres el Lusitania, torpedeado por submarinos alemanes durante la Primera Guerra Mundial en aguas cercanas al puerto irlandés de Kinsale, o el MV Doña Paz, hundido tras colisionar con un petrolero a finales de los 80 en aguas filipinas. Este último siempre nos es presentado como la mayor catástrofe naval de la historia, a veces matizada como el mayor naufragio, por número de víctimas, no militar.

Pero entonces cabe preguntarse. ¿Cuál fue el mayor naufragio, sin etiquetas, de la historia? Algo raro ha de ocurrir cuando tal hecho nunca es citado, ni tan siquiera tras el affaire de Schettino y su moldava, ¿no?

El problema no radica en que dicho naufragio fuese consecuencia de una acción militar, porque también el Lusitania fue víctima de un ataque con torpedos y en ambos casos hubo víctimas militares y, sobre todo, civiles. El problema es que esta catástrofe la causaron los buenos. Bueno, esos buenos que primero eran buenos pero después se volvieron malos malísimos y ahora vuelven a ser buenos, amigos de occidente y todas esas cosas.

Corría el otoño de 1944. La wehrmacht, debido al fracaso de los mesiánicos planes de su Führer, hastiada tras su larga y agónica campaña en tierras rusas, cedía terreno a pasos agigantados en dirección este. La fase europea de la Segunda Guerra Mundial tocaba a su fin y el Ejército Rojo se aproximaba, por primera vez desde que empezasen los combates, a territorio alemán.

En Prusia Oriental cundió el pánico. No obstante, las autoridades alemanas, obstinadas en su fanatismo, decidieron que el territorio patrio debería defenderse hasta el último metro y, por tanto, los civiles tendrían que quedarse.

Así, la evacuación de los mismos no se llevó a cabo hasta comienzos de 1945. En pleno invierno báltico, sin la cobertura de una marina de guerra efectiva y bajo el acoso de las fuerzas de la Unión Soviética, una serie de barcos de diseño civil fueron utilizados por la Kriegsmarine, la armada alemana, como convoyes de rescate para los desesperados prusianos.

Entre ellos estaban el Wilhelm Gustloff, el protagonista de nuestra historia, el desdichado navío que ostenta el dudoso récord del naufragio con más muertos, y el MS Goya, que ocuparía la segunda plaza (la tercera también es para un navío hundido por los aliados, en este caso el carguero japonés Zyunyo Maru, abatido por un torpedo lanzado desde el británico HMS Tradewind, muriendo más de 5.600 personas). 

 

A las 12:30 de la mañana del 30 de enero soltó amarras en el puerto de Gotenhafen, Prusia Oriental, y precedido de un dragaminas, el Wilhem Gustloff. Llevaba en sus entrañas a 1.656 militares y 8.956 civiles. El día transcurrió en tensa calma, pero al caer la noche un submarino ruso lanzó sus torpedos contra el indefenso buque.

A pesar de los esfuerzos de los restos de la marina alemana que se encontraba en la zona por rescatar supervivientes, más de 9000 personas perdieron la vida en las heladas aguas del Báltico.

Otros muchos los seguirían en los meses finales de la guerra. Y es que los buenos, aunque se empeñen en ocultarlo, fueron también copartícipes de las barbaridades de la contienda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario